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En algunos asilos de EEUU, los ancianos viven con centavos

por actualidad

Los pantalones nuevos para reemplazar los andrajosos caquis de Alex Morisey tendrán que esperar. Tampoco queda dinero en efectivo para galletas sin azúcar. Incluso en los primeros días del mes, el presupuesto es tan bajo que el adhesivo de dentadura Fixodent es un lujo. Ahora, a mitad de mes, las cosas están tan apretadas que hasta una Diet Pepsi está fuera de su alcance.

“¿Cuántos años me quedan?”, pregunta Morisey, de 82 años, que vive en una casa para ancianos de Filadelfia. “Quiero vivirlos lo mejor que pueda. Pero hasta cierto punto pierdes tu dignidad”.

En diversas partes de Estados Unidos, cientos de miles de residentes de asilos están atrapados en un aprieto espantoso: empujados a la pobreza, obligados a entregar todos sus ingresos y con un estipendio de apenas 30 dólares al mes para vivir.

En un sistema de atención a largo plazo que somete a algunos de los miembros más frágiles de la sociedad a vejaciones diarias, la asignación del Medicaid para necesidades personales —el nombre que se le da al estipendio— es de las más omnipresentes, aunque menos conocidas.

Casi dos tercios de los residentes de casas para ancianos estadounidenses tienen su atención pagada por Medicaid, y a cambio de ello, todo el Seguro Social, la pensión y otros ingresos que recibirían son canalizados a pagar su factura. La asignación para necesidades personales está destinada a pagar cualquier cosa que no proporcione la residencia, desde un teléfono hasta ropa y calzado o un regalo de cumpleaños para un nieto.

Pero hay un problema: el Congreso no ha aumentado el monto de ese estipendio en décadas.

“Realmente es una de las cosas más humillantes para ellos”, dice Sam Brooks, abogado de The National Consumer Voice for Quality Long-Term Care (La Voz Nacional del Consumidor para el Cuidado a Largo Plazo de Calidad), que aboga por los residentes de casas para ancianos y ha instado a que haya un aumento en ese estipendio. “Realmente puede ser motivo de vergüenza”.

En especial cuando una persona no tiene parientes cercanos o nadie capaz de ayudarla económicamente, la asignación puede derivar en padecer necesidad a un nivel impresionante. Cuando Marla Carter visita a su suegra en un hogar para ancianos en Owensboro, Kentucky, la escena se parece más a un asilo para pobres del siglo XIX que al Estados Unidos moderno. Con una asignación de sólo 40 dólares, los residentes visten ropa usada que no les queda bien o batas de hospital que se abren. Algunos no tienen calcetines ni zapatos. Los suministros básicos se agotan. Muchos ni siquiera cuentan con un bolígrafo para escribir.

“Eso es lo que nos sorprendió tanto”, dice Carter, “la pobreza”.

Estaba tan horrorizada que ella y su esposo establecieron una organización sin fines de lucro, Faithful Friends Kentucky, para distribuir artículos a los residentes de hogares de ancianos de la región. Entre las cosas que se reciben con más alegría están los pañuelos desechables Kleenex, porque a menudo las instalaciones sólo cuentan con pañuelos genéricos ásperos, e incluso esos pueden ser difíciles de conseguir.

“Traes un refresco o un cepillo de dientes y se emocionan mucho”, cuenta ella. “Me da mucha tristeza”.

El Medicaid fue creado en 1965 como parte de los programas sociales de la Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson. Una enmienda de 1972 estableció la asignación para necesidades personales, fijada en un mínimo de 25 dólares mensuales. A diferencia de otras prestaciones como el Seguro Social, los aumentos en el costo de la vida no fueron incluidos en las reglas de la asignación para necesidades personales.

Si hubiera sido vinculada a la inflación, en la actualidad sería de unos 180 dólares. Pero el Congreso sólo ha elevado la tasa mínima en una ocasión, a 30 dólares, en 1987. Desde entonces ha permanecido así.

Algunos políticos han intentado solucionar el problema, incluida la representante demócrata Jennifer Wexton, que en 2019 presentó un proyecto de ley para aumentar la asignación mínima a 60 dólares y consolidar aumentos anuales vinculados a los del Seguro Social. Ni siquiera consiguió una audiencia.

“Quedé estupefacta”, dice Wexton. “Es cuestión de dignidad para estas personas”.

El Medicaid es administrado conjuntamente entre los estados y el gobierno federal. Enfrentados a la inacción federal, los estados se han encargado de aumentar los estipendios. Aun así, la mayoría siguien siendo bajos. La mayor parte de los estados —28— tienen asignaciones de 50 dólares o menos, según un sondeo estado por estado realizado por el Consejo Estadounidense sobre el Envejecimiento. Sólo cinco estados les otorgan a los residentes 100 dólares mensuales o más, incluido Alaska, que es el único que entrega 200 dólares mensuales, el máximo según la ley federal. Cuatro estados —Alabama, Illinois, Carolina del Norte y Carolina del Sur— permanecen en el mínimo de 30 dólares.

A pesar de asignaciones tan ínfimas, se han mencionado casos de asilos que no les dicen a los residentes que tenían derecho a una asignación, no les entregan el dinero o gastan los fondos sin su permiso. Y aunque los reglamentos federales describen una gran cantidad de artículos que deben proporcionárseles a los residentes de casas para ancianos, muchos se percatan que no pueden usar los artículos baratos que les ofrecen las residencias y gastan su asignación en reemplazos para el jabón de grado institucional que les genera resequedad y comezón, pañuelos desechables que se sienten como los del baño de una terminal de autobuses, cuchillas de afeitar que dejan una cara cortada y sangrante, y adhesivos para dentaduras postizas incapaces de mantener los dientes falsos en su lugar.

Algunas residencias para ancianos evaden las reglas y hacen que los residentes paguen por cosas como pañales desechables o cortes de cabello que se supone están incluidos.

“En cuanto lo recibo, desaparece”, dice Chris Hackney, residente de 74 años de una casa para ancianos en Durham, Carolina del Norte, quien gasta su asignación mensual de 30 dólares en gel de baño, pasta de dientes, desodorante, toallitas, pañales y algunos artículos que ese asilo solía proporcionar, pero ha recortado. “Piensa en los precios de todo que se triplicaron y cuadruplicaron. Y el dinero no ha subido nada”.

Hackney, un técnico de electrodomésticos jubilado que usa una silla de ruedas desde que sufrió un accidente de motocicleta hace nueve años, tiene una hija que paga su teléfono celular y una iglesia que le envía paquetes de ayuda. Pero incluso un modesto aumento en el estipendio, dice Hackney, sería sumamente significativo.

“Cambiaría muchas vidas aquí”, señala.

Más adelante en el pasillo, Janine Cox, de 56 años, compra una bolsa ocasional de papas fritas de la máquina expendedora y economiza para poder dar un donativo a la canasta de la ofrenda de la iglesia. Dice que sus vecinos están aún peor.

“Para ellos es como una lucha para sobrevivir otro día”, asegura. “Los políticos necesitan venir a estos asilos y observar y darse cuenta de cómo vivimos algunos de nosotros”.

Deja a muchos con la sensación de estar atrapados sin posibilidad de llevar una vida normal.

Antes de una caída que la obligó a irse a una residencia para ancianos en Toluca, Illinois, Nancy Yundt, de 62 años, sentía que la vida era relativamente cómoda. Su casa era pequeña y requería trabajo para mantenerla bien, pero era su hogar. Su camioneta tenía 18 años y 160.000 millas (256.000 kilómetros) en el odómetro, pero le encantaba. Su cheque mensual por discapacidad de 2.373 dólares le permitía tener una ayudante doméstica, comprar comida para llevar y disponer de mucho para compartir.

Pagaba las facturas del teléfono celular y del seguro de su hijo, compraba regalos de Navidad para todos y obsequiaba cosas a los pequeños de su familia todo el año.

Pero cuando llegó el segundo cumpleaños de su sobrina nieta pocos meses después de que ingresara al asilo el año pasado, quería comprar una muñeca y se dio cuenta de que no podía.

“La tía consentidora no puede consentir”, dice. “Simplemente me hace sentir un poco triste”.

Los residentes de casas para ancianos a menudo deben ceder el control de todo, desde la frecuencia con la que se duchan hasta lo que comen. Sin margen de maniobra financiero, se les evapora aún más la autonomía, y queda fuera de su alcance la posibilidad de tomar un taxi para ver a un amigo, enfrascarse en un libro recién comprado o escapar de la monotonía de la cafetería con algo de comida para llevar.

Incluso después de dos años de vivir en la institución, es una verdad desconcertante para Morisey.

Fue a dar a un asilo después de una caída, y una vez allí se enteró de que sus ingresos ya no serían suyos. La asignación de Pensilvania es de 45 dólares, y después de un corte de cabello mensual de 20 dólares y una propina de 5 dólares, comienza un acto de malabarismo.

¿Pueden sus rastrillos de afeitar durar un poco más para posponer comprar navajas nuevas? ¿Puede exprimir un poco más el tubo de Fixodent? ¿Se ha apretado el cinturón lo suficiente como para comprar un poco de loción para después de afeitar o galletas de mantequilla de maní?

“Son las pequeñas cosas”, dice. “No piensas en esas cosas hasta que ya no las tienes”.

Cuando necesita reemplazar algo más costoso, es un dilema aún mayor, como cuando se perdieron camisas en la lavandería, se rompió la tapa de su termo o su pequeño altavoz Bluetooth ya no mantenía la carga.

Sus escasos ahorros casi han desaparecido. Si no fuera por la ayuda de su iglesia, ni siquiera podría pagar un teléfono.

Vivir con sencillez está en el corazón de la fe cuáquera de Morisey. Después de sus estudios universitarios, con el diploma de una universidad de élite en mano, decidió que no lo utilizaría para buscar riquezas. Aceptó empleos en organizaciones sin fines de lucro y puso sus habilidades al servicio de los trabajadores agrícolas, los inquilinos de viviendas públicas y los enfermos mentales, y también fue trabajador humanitario en América Central y Sudamérica. Ha pasado cada uno de sus 82 años insertado en la clase media.

En retrospectiva, Morisey no cambiaría la forma en que vivió su vida. Pero no le parece excesivo, dice, pedir un refresco. ____ Matt Sedensky está en Twitter como: msedensky@ap.org y https://twitter.com/sedensky

Fuente: AP

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