Se llamaba Lucy. Le pusieron así por Lucille Ball, estrella del viejo programa de televisión ´´I Love Lucy.´´
Era una Schnauzer Miniatura de 13 años, que, según leí hoy es el equivalente a 68 años en una persona. O sea, Lucy no era exactamente un ´´puppy´´ , pero en realidad tampoco era tan vieja.
Yo la conocía desde que era una cachorrita. Era la mascota de unos amigos, Bill y Liz, que parecían adorarla.
Anoche, Bill y Liz dejaron a Lucy en mi casa, para que yo la cuidara, mientras ellos pasaban unos días en un balneario en la costa del Golfo, aquí en Florida. No problem. Lucy era una perrita buena y divertida, que nunca ladraba, no destruía muebles y hacía sus necesidades solo cuando la sacaban al patio. Se llevaba muy bien conmigo, Lucy.
Cuando llegaron con Lucy, mis amigos me dejaron su comida especial para perros ´´seniors, ´´ una camita para cuando se acostara a dormir, la correa para cuando la sacara a caminar, un par de juguetes, y, extrañamente, un papel con la dirección y el teléfono del veterinario de Lucy, algo que jamás habían hecho antes cuando yo les cuidé a su mascota. No entendí eso, pero me explicaron que, aunque Lucy gozaba de excelente salud y no estaba bajo tratamiento ni necesitaba ningún medicamento, un amigo que cría perros recientemente les había recomendado que siempre se debe dejar esa información sobre el veterinario cuando el amo deja su mascota al cuidado de otra persona. OK. No problem. Pegué el papelito a la puerta del refrigerador.
Lucy pasó la noche tranquila. La saqué a caminar e hizo el ´´number one´´ y el ´´number two´´ en el patio. Y por supuesto que yo recogí el ´´number two.´´ Luego se acostó en su camita y durmió toda la noche. Aparentemente no extrañaba mucho a sus dueños.
Esta mañana, Lucy despertó alegremente. La saqué de nuevo al patio e hizo lo que tenía que hacer. Y, claro está, de nuevo recogí y eché en una bolsita plástica y deposité en la basura lo que Lucy dejó. Entonces, la perrita, entró a la casa, devoró su comida especial, bebió agua, y pareció entenderme cuando le prometí que la sacaría a caminar en cuanto me duchara, porque quedó muy tranquila en su camita de perros pequeños.
Sin ninguna preocupación en la cabeza, yo entré al baño, me duché, me sequé, y salí a la sala de mi casa, con solo una enorme toalla amarrada a la cintura. Entonces escuché como unos golpes que venían de la cocina y fui a ver que pasaba y allí me encontré a Lucy en convulsiones. Se movía frenéticamente, como un pez que acaban de pescar. Quedé horrorizado. No sabía que hacer. De pronto, Lucy dio una especie de salto, cayó al piso y dejó de moverse. Por un momento me cruzó por la cabeza darle respiración de boca a hocico a la pobre Lucy, pero rápidamente desistí de esa idea. Sería nauseabundo pegar mi boca al hocico de Lucy, que quizás sufría de alguna enfermedad contagiosa.
Traté de revivir a Lucy dándole suaves golpes en el pecho a la vez que gritaba su nombre. ´´Lucy, Lucy, don´t do this!´´ Pero nada. Lucy estaba tiesa y yo estaba desesperado. Se me ocurrió que debía llamar al 911, pero también rechazé esa delirante idea. ¿Cómo convencería a la operadora de la línea de emergencia que enviara a los bomberos a resucitar una perra? De pronto me acordé del papelito que tenía pegado en la puerta del refrigerador con el teléfono y la dirección del veterinario de Lucy. Agarré el papelito y vi que la clínica del veterinario no está muy lejos de la casa y decidí llevar allí a Lucy, creyendo que quizás la podrían salvar. Encontré las llaves de mi carro, cargué a Lucy, y salí corriendo de la casa, sin darme cuenta que no me había vestido y que la toalla que cubría mi cintura se había caído, dejándome como vine al mundo.
Repentínamente estaba en la acera frente a mi casa con una perra tiesa en los brazos y yo totalmente en pelotas. ¡Que verguenza! Pensé que mis vecinos llamarían a la policía y me denunciarían como un depravado. Afortunadamente, era temprano en la mañana y no había nadie en la calle. Entré a la casa a toda velocidad, puse a Lucy en su camita, me eché encima un calzoncillo, unos jeans y una camiseta, me puse unas pantuflas, cargué a Lucy de nuevo, la monté en mi carro y manejé lo más rápido posible al consultorio del veterinario.
Pero era demasiado tarde. La asistente del veterinario que me recibió en la clínica conoció a Lucy inmediatamente. Me dijo que el veterinario venía tratando a la perrita desde hacía tiempo por problemas cardíacos y que probablemente había muerto de un ´´heart attack.´´ Yo quedé pasmado.
Bill y Liz me habían dicho la noche anterior que Lucy gozaba de excelente salud, cuando les pregunté sobre cual era la razón para dejarme el papelito con la dirección y el teléfono del veterinario de su mascota. Estuve a punto de preguntarle a la muchacha de la clínica si Lucy recibía algún tipo de medicamento del cual no me habían hablado sus dueños, pero preferí callar, y la verdad es que no sé porqué.
Dejé el cadáver de Lucy en el consultorio del veterinario. La muchacha que me atendió me dijo que preguntaría a sus amos que querían hacer con los restos de la perrita. Al salir del consultorio, llamé al celular de Bill. Solo atiné a decir ´´The dog is dead.´´ ¡Murió la perra! Bill sollozó. Me dio las gracias por llamar y avisarle y se despidió rápidamente. Yo quedé confuso.
Esta tarde, recibí un mensaje de texto de Liz. Me dice que ella y su marido han decidido sepultar a Lucy en el patio de su casa y piensan hacer una suerte de ceremonia a la cual yo estoy invitado. Esto será cuando ellos regresen de la playa en la costa del Golfo el próximo lunes. Mientras tanto, el cadáver de Lucy permanecerá en una suerte de refrigerador en el consultorio del veterinario.
No he contestado el mensaje. Siento que Bill y Liz me engañaron. Pienso que sabían que Lucy estaba al borde de la muerte y me la dejaron a mi para yo tuviera que lidiar con la tragedia, mientras ellos disfrutaban de mar y sol en un balneario. Estoy muy molesto. Tuve una mañana de terror. Estuve a punto de que me arrestaran por andar por la acera frente a mi casa totalmente en pelotas, con una perra muerta en los brazos. Si alguien me hubiera visto, de seguro la policía me hubiera metido preso o me hubiera llevado a la sala de psiquiatría de un hospital. Estaría allí encerrado en estos momentos, sin que nadie creyera mis explicaciones.
Y ahora estoy aquí en la casa y no sé que hacer con la camita, la correa, los juguetes y la comida especial para perros viejos de Lucy. Creo que voy a echar todo eso a la basura. Me da mucha pena con Lucy. Pobrecita. Dudo que Bill y Liz la querían tanto como decían. Estoy convencido de que no tienen destrozados sus corazones, como me dice Liz en su delirante mensaje de texto. Si de verdad estuvieran tan tristes, hubieran cancelado el resto de sus breves vacaciones playeras y hubieran regresado a Miami de inmediato.
No he respondido al mensaje de texto de Liz. Pero estoy pensando ir al entierro de la perrita. Liz me dijo que habrá otros invitados, otros dolientes, en la ceremonia que van a celebrar. Juego con la idea de ir al entierro y frente a todos los presentes decirles a Bill y Liz que son unos hipócritas y mandarlos al carajo. Pero no decido. Quizás es mejor jamás hablarles a Bill y Liz. O tal vez hay algo en todo esto que desconozco, algo oculto.
No sé. Ustedes me dicen.
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