TEGUCIGALPA, Honduras (AP) — En una ciudad tan peligrosa en dónde se dice que sólo los ‘muertos vivientes’ se atreven a caminar por sus calles en la noche, nada podría convencer a un aplicado adolescente de abandonar la casa de sus padres y sumergirse en el peligro y la incertidumbre de la oscuridad.
Excepto una chica.
Ebed Yanes, un estudiante de 15 años, la encontró en Facebook. Habían chateado y quería conocerla. «Mis padres están despiertos» le escribió aquella noche de sábado en mayo. «Ya tengo las llaves de la motocicleta», le escribió. «Me ducharé mientras se duermen».
Una tasa de 91 homicidios por cada 100.000 habitantes puede convertir a Honduras en el país más peligroso del mundo. Pero, ¿qué significan las estadísticas de homicidios para un estudiante de secundaria que quiere conocer chicas? No mucho.
Ebed haría cualquier cosa por conocerla.
A medianoche bajó las escaleras silenciosamente, se subió a la motocicleta de su padre y desapareció en la oscuridad buscando a la mujer.
Nunca la encontró. «No sé que en qué tipo de hoyo vives», le escribió en su último mensaje de texto. «He estado buscándote 45 minutos pero mejor regreso a casa antes de que me agarren los chepos».
Chepos, la palabra con la que se conoce en Honduras a los militares, fue lo último que escribió.
La criminalidad en Honduras ha superado de tal manera la capacidad de la policía que el gobierno lanzó el año pasado la Operación Relámpago, un estado de emergencia que permite al ejército desempeñar tareas de seguridad ciudadana.
A esas horas de la noche, los soldados habían instalado un puesto de control contra los delincuentes, pandilleros y traficantes que pueblan la noche de Tegucigalpa. Ebed, sin licencia y sin los papeles de la motocicleta, no quería que le detuvieran escapándose de casa y desobedeciendo las órdenes de su padre.
Honduras es un estado con serios problemas de gobernabilidad. El sistema político es tan débil que hace tres años el presidente fue derrocado por un golpe de estado militar apoyado por el Congreso y la Corte Suprema. Es el segundo más pobre de América Latina solo detrás de Haití.
El 79% de la cocaína que llega a los Estados Unidos vía aérea pasa por el país y se ha convertido en el epicentro de la política y lucha antidrogas y de la colaboración militar de los Estados Unidos en la región. La violencia en Honduras es, según la Organización Mundial de la Salud, «epidémica».
Como casi todos los hondureños, Ebed sabía que vivía en un país peligroso. Pero estaban esa chica y sus ganas de conocerla. Era sólo una noche. Era primavera. Y era joven.
A la 1:30 de la madrugada Ebed apreció muerto en un estrecho y oscuro callejón sobre la motocicleta de su padre, con una bala incrustada en su cuello y dos tiros en la espalda.
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La familia Yanes vive en una colonia cerrada a las afueras de Tegucigalpa. Cada domingo, antes de ir a la iglesia, Ebed limpiaba el coche de su padre; un distribuidor de alimentos al por mayor.
Pero aquel domingo, Wilfredo Yanes, de 57 años, se despertó y el coche estaba sucio. Ebed no había dormido en su cama, el teléfono estaba apagado y la motocicleta había desaparecido.
El hijo de Wilfredo era travieso. Le encantaban las chicas y tenía un leve trastorno de atención, pero nunca se metía en problemas con nadie. No salía solo de casa, ni siquiera sabía utilizar el transporte público y no era capaz de moverse solo por la ciudad.
La noche que murió fue la primera vez que salió de su casa sin su familia. Incluso, cuando asistía a sus clases de Taekwondo, su hermana mayor le esperaba afuera, sentada en el coche, volcada sobre sus libros de estudiante de medicina.
Era casi imposible que Wilfredo se imaginase lo que le iba a suceder.
El guardia de seguridad de la colonia le confirmó que Ebed había salido después de medianoche y que no había regresado.
«Tenemos que mantener la calma», le dijo Wilfredo a su esposa, Berlin Cáceres, de 42 años, profesora universitaria. «Pero vamos a buscarlo».
Comenzó entonces una lenta peregrinación por la Dirección de Investigación Criminal, en la que pusieron una denuncia por desaparición, la fiscalía de menores y el hospital infantil. Querían creer que se habría accidentado en moto o se habría quedado en la casa de alguna chica y llegaría a casa en cualquier momento pidiendo perdón.
Como si retrasar una noticia sirviese para evitarla, sólo a última hora de la tarde, Wilfredo aceptó ir al departamento de homicidios de la policía. Allí no sabían nada de su hijo. Pero sí de una moto roja que acababan de recibir y había aparecido junto al cuerpo de un joven no identificado.
La policía les replicó el mantra tantas veces repetido para paliar su falta de capacidad a la hora de realizar investigaciones criminales: que su hijo fue asesinado por desconocidos que le dispararon sin mediar palabra tras salir de una fiesta.
«¿Tenemos la motocicleta aquí, quiere verla?».
La familia atravesó el estacionamiento y desde la distancia Wilfredo reconoció su motocicleta. Inmediatamente supo lo que significaba.
«¿Es él?», le preguntó su esposa.
«Sí, es él», respondió Wilfredo. Berlin se desmayó y su esposo la atrapó, en fracciones de segundos, antes de que se golpeara contra el suelo.
Los tres fueron inmediatamente a la morgue judicial. Wilfredo le dijo a su esposa e hija que entraría solo. Fue un trámite frío y rápido. La capacidad de almacenamiento de cuerpos de la sala, 45 cadáveres, se había superado y cerca de una docena de cuerpos yacían en el piso del lugar envueltos en una bolsa plástica.
El cadáver de su hijo estaba tirado en el suelo. La mandíbula, aún imberbe, estaba rota.
Wilfredo mantuvo la compostura. Le entregaron una bolsa de papel con sus pertenencias: una BlackBerry llena de mensajes de texto, un casco roto y un juego de llaves; las llaves de su casa.
Esa misma noche, durante el velorio y frente a familiares y amigos, Wilfredo hizo una promesa por Ebed y por su país. Pese a ser una persona profundamente religiosa, no aceptaría que un crimen como este quedara sólo en manos de Dios, que, según él, te juzga también por lo que eres capaz de hacer en la tierra. Era hora de pasar a la acción.
Prometió que su hijo «no se convertiría en una estadística más».
Wilfredo no podía creer lo que la policía le había contado. ¿Su hijo víctima de un asesinato aleatorio en la calle? De camino al funeral decidió desviarse y hacer dos paradas.
La primera en una comisaría, a poco más de 100 metros del lugar, en el que había aparecido el cadáver. «Sí, oímos disparos, pero no salimos a investigar por miedo», le dijeron los policías.
No les culpó por ello. Wilfredo, cristiano evangélico, no era un crítico del gobierno ni de la policía. Ante todo es un hombre práctico. Sabía que en Honduras los crímenes no se investigan y que sin pruebas, nunca habría justicia. Si quería respuestas, tendría que encontrarlas por sí mismo.
La segunda parada fue en el callejón en el que su hijo había sido asesinado horas antes. Allí, una vecina le dijo que había oído disparos de fusil pero que tuvo miedo de salir a mirar.
Otro vecino sí se atrevió a mirar. A través de la ventana vio a un grupo de entre seis y ocho hombres de uniforme acercándose a un cuerpo tirado sobre una motocicleta. Le dieron vuelta al cuerpo con la punta de los fusiles, recogieron los casquillos y se fueron en una inmensa camioneta Ford, cuatro por cuatro, y de doble cabina.
Según el testigo, minutos más tarde los uniformados regresaron para hacer una segunda inspección del lugar y asegurarse de que no quedaran pruebas. Los vecinos decidieron esperar a que saliese el sol y recogieron dos casquillos de calibre águila 223, que los militares en la oscuridad de la noche no habían encontrado.
Cuando amaneció, el vecino que se atrevió a ver por la ventana, le entregó los casquillos a Wilfredo. Con ellos en el bolsillo, asistió al funeral de Ebed sin quitarse una idea de la cabeza: a su hijo no le habían matado desconocidos en motocicleta. Probablemente lo había asesinado el ejército de Honduras.
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El lunes, inmediatamente después del funeral, Wilfredo se dirigió al despacho de la rectora de la Universidad Nacional de Honduras, Julieta Castellanos, que también perdió a un hijo tiroteado por la policía en un retén policial a finales de 2011 y, desde entonces, se ha erigido en una voz contra la impunidad por los crímenes cometidos por las fuerzas de seguridad.
Pese a que los asesinos del hijo de Julieta, en este caso policías, pudieron escapar con el permiso de sus superiores, su ejemplo ha servido para que padres como Wilfredo suplan la acción investigativa en un estado impotente.
Allí le recomendaron que esperase a tener más evidencias antes de instaurar la denuncia, que no hablara con los medios, que la discreción siempre ayuda, y que se dirigiera a la Fiscalía de Derechos Humanos ofreciéndoles la ayuda logística que necesitaran.
A los investigadores en Honduras no les sobran las herramientas para trabajar.
A partir del jueves, Wilfredo y su mujer comenzaron a salir a las calles buscando algún operativo del ejército con un vehículo de las características descritas. Lo intentaron un día. Y otro, y otro. El tercer viaje fue el vencido. A la semana de cumplirse el asesinato de Ebed, el sábado, alrededor de la medianoche, se toparon con un retén militar a pocos metros del lugar en el que su hijo había sido asesinado.
Wilfredo se detuvo ante ellos. Allí estaba un vehículo similar al descrito por el testigo. Una rareza en Tegucigalpa: una camioneta cuatro por cuatro y de cuatro puertas. Su mujer conducía. Wilfredo le pidió que bajara la ventanilla y tomó una foto del vehículo. Pero se olvidaron del flash y las autoridades los detectaron. Los militares les rodearon, les pidieron la cámara.
Aterrorizado, Wilfredo pensó rápido y les dijo que coleccionaba fotos de vehículos poco convencionales. Les dejaron ir.
Temblando, Wilfredo llegó a su casa y borró la memoria de la cámara después de grabarla en una memoria portátil pues tenía miedo de que alguien entrara de noche a la casa y se la quitase.
Ya tenía los dos casquillos de bala, la fotografía de un vehículo que concordaba con la descripción de un testigo del hecho. Ya tenía la evidencia.
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El lunes por la mañana, una semana y dos días después del asesinato, fue a la Fiscalía de Derechos Humanos y presentó la denuncia.
Pero Wilfredo no se fue a su casa a esperar porque habría podido esperar para siempre. Se sentó en la oficina de Germán Enamorado, jefe de la Fiscalía, y le dijo que tenía prisa y quería respuestas.
Enamorado estaba impresionado. Si era cierto que un grupo de soldados habían asesinado a un estudiante, se trataba de un crimen abominable. Ese mismo día asignó a un fiscal y a un investigador al caso.
Pero los fiscales no tenían vehículo para desplazarse y comenzar sus pesquisas. La fiscalía es un lugar poblado por montañas de expedientes que desbordan la capacidad de trabajo del personal. Además, media docena de fiscales comparten un solo vehículo al que se le había racionado el combustible.
Wilfredo se convirtió en el chofer del fiscal y el investigador.
La primera parada fue un cuartel del ejército en el que suponían se encontraba la hoja de novedades de aquella noche. No acertaron. Tuvieron que atravesar varias veces la ciudad, de un cuartel a otro, hasta que alguien les dijo que cualquier petición debía hacerse por escrito. Dos días más tarde, con una orden del Fiscal Jefe, consiguieron el documento.
La hoja de novedades solo decía que en la noche del 26 de mayo un hombre pasó en motocicleta disparando a los soldados del puesto de control, que se le dio persecución y que logró escaparse. Pero lo único que cargaba el hijo de Wilfredo era un celular a través del que mandaba mensajes de textos a la chica que quería conocer.
La siguiente parada fue en balística. Necesitaban las armas de todos los hombres que habían estado aquella noche en el control militar.
Allí, vino una noticia inesperada. Los soldados que habían perseguido y asesinado a Ebed eran parte de unidad del Primer Batallón de Fuerzas Especiales del Ejército, a bordo de un vehículo especial donado por el gobierno de Estados Unidos al ejército de Honduras en el primer paquete de ayuda militar tras el golpe de estado en la lucha contra el narcotráfico.
Y la unidad, por utilizar equipamiento donado por los Estados Unidos, no sólo había recibido entrenamiento en ese país sino que es una de las unidades certificadas para trabajar conjuntamente tras verificar que ni sus soldados ni sus oficiales eran corruptos, ni violaban los derechos humanos.
En otras palabras, eran los soldados mejor equipados y entrenados de Honduras. Y Wilfredo estaba convencido de que habían asesinado a su hijo.
Cuanto más descubría, más se enfadaba. Wilfredo sabe que en Honduras las leyes no se cumplen. Pero existen. Sabe que los soldados no pueden disparar a menos que se encuentre ante una amenaza directa y existencial. Y su hijo sólo iba armado de un teléfono.
El Jefe del ejército hondureño, General René Osorio, dijo públicamente que Ebed no se había detenido en un control militar y que merecía lo que había sucedido. «Lógicamente cuando un delincuente cruza un retén y no para es porque anda en cosas ilegales».
Cuando fueron interrogados por la fiscalía el siete de junio, ninguno de los siete soldados a bordo del Ford recordó ninguna motocicleta, ninguno recordó haberse movido de donde estaban aparcados. En total, eran 21 los hombres que hacían parte del retén y siete en el vehículo. Y Ebed murió de dos balazos disparados desde el mismo fusil.
Poco después del interrogatorio, uno de los soldados llamó a su madre y le contó una versión bien diferente. Le habían ordenado mentir sobre lo sucedido y le habían cambiado sus armas de dotación. Su madre, entonces, llamó a una abogada que le explicó que era mejor ser testigo que ser acusado de asesinato.
Al día siguiente, varios soldados se presentaron en la Fiscalía y contaron su verdad.
El chico, dijeron, no se detuvo en el control. Aceleró y lo atravesó. Le dispararon. No se detuvo. Le persiguieron con el Ford en la oscuridad durante varios minutos, se metió por un callejón, se pararon en la entrada y el subteniente Sierra, al mando de la unidad, comenzó a disparar.
Otros dos soldados también dispararon. Ebed, el joven de la motocicleta que buscaba amor esa noche, estaba muerto.
Después de limpiar la escena del crimen, el subteniente al mando del vehículo y quien presuntamente disparó a Ebed, tiene como superior al coronel Juan Girón.
«El fue quien nos dijo que teníamos que decir… que no debíamos decirle a nadie lo que había sucedido», dijo uno de los soldados en el interrogatorio y quien la AP reserva su identidad por ser un testigo protegido en el caso.
La policía, que aseguró no haber salido a la calle aquella noche, en realidad había recibido dos llamadas y había salido, según la confesión de los mismos policías en un interrogatorio ante la Fiscalía-
La policía, de hecho, había visto y hablado con los soldados pocos minutos antes de encontrar el cadáver de Ebed.
Un oficial cambió las armas de los soldados para que las pruebas de balística no ofrecieran ningún dato concluyente, dijeron los soldados confesos. El Fiscal tuvo que solicitárselas en dos ocasiones al Ministro de Defensa, Marlon Pasqua.
Las armas que se dispararon esa noche fueron un fusil M-16, un rifle Beretta y un Remington R-15.
Wilfredo estaba horrorizado. «Usaron a mi hijo para practicar el tiro al blanco, para practicar lo que les han enseñado».
Los soldados tuvieron elección, explicó Enamorado. Era correcto perseguir a Ebed, tratar de detenerlo con obstáculos en la carretera en incluso disparar al aire.
Pero en ningún caso está permitido dispararle a un sospechoso que huye y no presenta amenaza. «Los hechos son despreciables», dijo. «La ley es clara. Ebed no debería estar muerto».
Lo que sucedió después fue un milagro.
Diecisiete días después de abrir el caso, los tres soldados que habían disparado fueron detenidos. Eliezer Rodríguez, de 22 años, autor de los disparos mortales fue acusado de asesinato y encarcelado. Los otros dos, incluido quién comenzó a disparar, sólo fueron acusados de encubrimiento y violación de los deberes de los funcionarios. Y esperan a la fecha de su juicio en libertad.
De alguna manera Wilfredo había conseguido justicia. Pero no estaba satisfecho. A fin de cuentas, los soldados se limitan a seguir órdenes y no está de acuerdo con que uno de ellos pague por todos.
Un coronel, Juan Girón, presuntamente les ordenó mentir. Otro Coronel, Reynel Funes, presuntamente les cambió las armas, y el Coronel Jesús Mármol, Jefe máximo de la Operación Relámpago, presuntamente dijo que nunca había sido informado de los hechos, pese a que su subordinado dice que sí lo hizo y la hoja de novedades tiene un registro de lo ocurrido esa noche.
Además, el jefe del ejército dijo que Ebed era un delincuente y que investigarían con transparencia.
El coronel Reynel Funes, que supuestamente ordenó el cambio de armas, también trabaja bajo la certificación del gobierno de los Estados Unidos.
En 2006, asistió becado a la Escuela de Postgrado Naval de Monterrey en California, donde se graduó con el título de Máster en análisis para la defensa. Antes, había estudiado en la Escuela de las Américas en Fort Benning, Georgia.
Pero el ejército sostiene que no hay ningún comportamiento indebido por parte de los oficiales.
«Todo eso de las mentiras y el cambio de armas es una novela», dice el Coronel Jeremías Arévalo, portavoz de las Fuerzas Armadas. «Nosotros le hemos dado a la fiscalía todo lo que nos ha pedido desde el primer día».
«Para nosotros el caso está cerrado. Somos unas fuerzas armadas responsables y contra la impunidad».
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Wilfredo no está de acuerdo. Después de varios meses, logró convencer a la fiscalía de que investigasen el papel de los oficiales y la cadena de mando, y que descubrieran qué había sucedido con las armas. Por el momento, no ha habido avances. E interpuso un recurso de inconstitucionalidad contra el decreto que permite al ejército patrullar las calles.
Espera que su país se quite de encima décadas de corrupción e irregularidades. Quiere que algún día, sus vecinos no tengan miedo de salir a la calle de noche. Que cualquier padre pueda permitir que su hijo camine por un parque, que pueda probar los límites de la libertad sin temer por su vida.
O que no le maten por hablar.
«Me limito a reaccionar a la impotencia que me genera la muerte de mi hijo», dijo Wilfredo. «Luchar contra la injusticia es una labor social. No puedo tolerar que se violen los derechos de nadie, menos aún el derecho de mi familia a la vida».
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