Los padres fundadores del béisbol nunca habían soñado algo así. Estados Unidos, el país más criticado y debatido desde el inicio del Clásico Mundial, tocó el cielo del béisbol con un triunfo de proporciones épicas que será recordado por mucho tiempo.
Detrás de una faena magistral del abridor Marcus Stroman, los estadounidenses vencieron en la madrugada del jueves 8-0 a una escuadra de Puerto Rico que parecía invencible, acorazada en una alegría contagiosa, blindada en una pasión de espasmo y con todos los signos que acompañan a la grandeza.
Pero la maquinaria de la nación que le regaló juego de «Pelota» al planeta avanzó de manera demoledora, sin espacio para las dudas y repleta de contribuciones -Ian Kinsler con su jonrón, Christian Yelich con su impulsada, Brandon Crawford con su defensa y su madero- precisas e imprescindibles.
Ninguna, sin embargo, como la de un Stroman -el Más Valioso del torneo- víctima de las amenazas y vulgaridades de ciertos aficionados sin rumbo que le echaron en cara, a él y a su mamá puertorriqueña, el no haber aceptado la invitación para lanzar por la Isla del Encanto.
«Hombre, han sido unos días muy especiales que recordaré mientras viva», comentó Stroman. «Jugar para Estados Unidos me ha sacado sentimientos especiales. Llegamos como amigos y nos vamos como hermanos».
Delante de una febril fanaticada en el Dodger Stadium, Stroman se transformó a la vez en Cy Young, en Greg Maddux y Pedro Martínez para regalar una actuación histórica con un solo hit que no llegó hasta la séptima entrada, como si se tratara de un choque decisivo de Serie Mundial.
Para Estados Unidos, y especialmente Stroman, se trataba de una revancha esperada, porque esta misma alineación le había facturado el 17 de marzo cuatro anotaciones en 4.2 episodios, algo que no había olvidado y estaba dispuesto a borrar con la mejor actuación de su carrera.
Con su recta de dos costuras haciendo estragos y desterrando ilusiones, el pitcher de Toronto obligaba a los recios bateadores boricuas a conectar roletazo tras roletazo, en espera de ceder la pelota al magnifico bullpen de los ahora campeones.
De modo que el equipo para muchos desapasionado y frío terminó como el más caliente del Clásico, el grupo conformado con partes inconexas se despidió como una unidad cohesionada, la nación más quedada a deber en la historia del torneo se fue con el puño más alto que nadie.
Quién diría que este Estados Unidos tan cercano a perder contra Colombia, sobreviviente raso de la fase de Miami, se elevaría por encima de todos en las rondas cruciales, mientras Puerto Rico sucumbía a la presión de la hora vital.
Jim Leyland, quien dirigió su último juego en la pelota profesional, se mantuvo fiel a sus principios y leal a los jugadores con los cuales llegó a la etapa decisiva, manteniendo incluso a un Nolan Arenado con una mecánica de bateo hecha trizas.
El destino recompensó al veterano dirigente con un éxito que parecía improbable a principios de marzo, con demasiados ojos encima, muchísimas trabas impuestas por los mismos clubes de las Mayores y algunas apatías que el viejo zorro de dugout supo revertir para regalarle a los Estados Unidos de América el trofeo que tres veces antes se les había escapado.
«No encuentro palabras para describir lo que siento», apuntó el ganador de la Serie Mundial de 1997 con los Marlins. «No todo el mundo tiene el privilegio de dirigir la escuadra nacional. Y ganar…».
Para la historia quedarán, entonces, el enorme jonrón de Giancarlo Stanton, la emergencia de la estrella de Yelich, y el fildeo de Adam Jones, que sin duda será el sello de la memoria para un Clásico cuya final sucedió tan cerca de Hollywood, a pocos minutos donde los sueños se convierten en realidad.